01. curiosidad como derecho humano

Como si no fuera una cosa, simplemente escribo.
Entre cuadernos, notas y olvidos, tengo más de mil escritos, todos juzgados con la misma severidad que el anterior.

Hoy empiezo uno nuevo, en busca de compartir mis ideas sobre el diseño, el amor al servicio del otro y el poder de la creación y la narrativa. Estos temas, aunque simplistas, se expanden en todo lo que nos rodea y han sido removidos y castigados desde que el registro de la historia moderna lo denota, como reinados, doctrinas religiosas y gobiernos, en todas sus variantes y matices, siguen utilizándolo como herramienta de control de masas y freno al desarrollo integral.

Entonces, hoy hablaremos de la curiosidad como un derecho humano. Como irán viendo, la teorización y el buen hablar no son mi fuerte; practico lo que podríamos describir como una filosofía confusa en términos mal usados, pero que, dado el chance, les juro que hace sentido. Bueno, al menos para mí.

La curiosidad, si bien es algo que percibimos como mundano y hasta imposible de no ejercer, desde mi ojo parece ser que es todo lo contrario. De hecho, el sistema nos entrena constantemente para removernos ese derecho a curiosear libremente, ver en la esquina que no se debe, revisar rincones prohibidos y, mucho menos, husmear en lados que se supone no debemos. Qué es lo prohibido y cómo se define varía dependiendo del contexto y sus metamanuales. En mi caso, crecer en un barrio popular de Costa Rica, en el Valle Central, significaba que lo indebido no se definía tanto por ser prohibido, ya que pocas cosas realmente lo eran, sino por tratarse de un tema de valor, de lo que verdaderamente importaba. Es decir, yo no indagaba no porque no había nada valioso para aprender o descubrir en mi lugar, sino porque, ¿para qué? ¿Qué podría realmente cambiar o mejorar?

En mis tiempos, eso no era tanto el caso. Se podían sentir ciertos indicios de esa desilusión modernista, pero aún había naturaleza, comunidad. Mi barrio era, en mi memoria, un barrio activo. Sí, romantizado, lleno de historias muy fuertes, de mucha violencia, de mucho de todo, pero entre todo, se respiraba al menos aún un poco de esa memoria rural que, igual de dolorosa en su propia forma, lograba una convivencia más balanceada con el entorno. Y aunque bien del pasado hay cosas a rescatar, realmente el reto de nuestros barrios es mirar hacia adelante y cómo se pueden ver distintos, esos barrios que, así de “sin gracia” como Canoas, guardan la mayoría de nuestra población.

Hoy, Canoas no es eso. Es ahora un amalgama de desarrollo desclasificado que se dio en un abrir y cerrar de ojos. Al hablar con Doña Teresa, profesora de toda una vida de la escuela de Canoas, y su hermano, me dejan claro que la memoria del lugar era natural, escasa y llena de voluntad comunal. Las cosas se hacían dado que alguien las hacía suceder. La ley, el agua, los servicios no llegan porque sí; llegan porque un grupo de humanos lo decide. Se reúnen en un lugar y deciden ahí que es donde van a vivir, el cómo ahí se va descifrando. Y, eventualmente, el gobierno o, en este caso, el vecino pueblo de Carrizal, las cosas se dan. Como la llegada del agua al barrio. Dice Doña Teresa que salió un chorrito ahí en la calle, justo al lado de la escuela. Todo el mundo estaba muy contento de que finalmente el agua había llegado. Después del agua, todo lo demás llegó. Y ahora, pues ahora esa historia está en el olvido y en la memoria de unos pocos, entre esos yo, que por alguna razón me parece extraordinario cómo la historia de un barrio refleja y asemeja la historia de muchos otros y de Latinoamérica completa.

A todo esto, la curiosidad se perdió. No sé bien cuándo ni cómo, pero el tener ganas de explorar nuestro entorno cercano, aprender, profundizar, reflexionar, hasta las ganas de tertuliar parecerían desaparecidas. Imagino que los tiempos post-pandemia hicieron de eso algo más fuerte.

Durante el CIID tuve la oportunidad de entrevistar a personas de todos lados del mundo, de mismas edades y, sin duda, muy diferentes contextos. Comparar y analizar las diferencias que se dan entre diferentes individuos, dado su contexto, su genética y sus privilegios, no solo me hizo entenderme mejor a mí y todo lo que implica la persona que soy, dado el contexto que he tenido. También me permitió ver cómo mi barrio y las personas que conozco viven a la merced de las oportunidades y anhelos que se les permiten tener.

Que el discurso de la otredad, del devalúo de lo propio, del odio a sí mismo y todos esos mecanismos progresistas, de corte colonialista e imperialista nos tienen enfermos a niveles profundos y superficiales, y que sin duda determinan la forma en que interactuamos entre nosotros, nuestro entorno y nuestra capacidad de ser curiosos por lo incierto, lo desconocido.

Acá lo prohibido no era ir a meterse en lo oscuro. Eso más bien era lo divertido: pasar por las calles de piedra sin luz y salir corriendo del miedo de cualquier leyenda sin nombre, tan solo el susto de la posibilidad; subirse al palo de mango y quedarse atrapada, cagada del susto, viendo cómo bajar; salir corriendo jugando escondido y chocar contra un poste por lo inadaptada espacial que una es... Capaz lo prohibido era pensar que una o mi barrio tenía valor real. Y es que decir esto suena feo, y sin filtro y contexto se puede perder lo que digo.

Pero algo sí les digo: vivir en una realidad donde la curiosidad no visita las mentes de las personas deriva en un lugar que refleja la falta de imaginación y acción.

En un país donde la identidad de quienes somos no se ha terminado, o, me atrevo a decir, ni siquiera seriamente iniciado a definir, tal vez empezar por despertar la curiosidad hacia nuestro lugar pueda ser el punto de partida. ¿Será que la curiosidad, desde el amor, nos conduce a una acción empática hacia mi entorno, hacia el otro, hacia mí?

¿Será que puede ser un derecho humano el permitirse querer saber más, que no solo sea una libertad, sino que el sistema activamente deba incentivar y estimular la curiosidad humana como un derecho universal?

Tal vez, al reivindicar la curiosidad como un derecho humano, podamos reescribir la narrativa de nuestros barrios y nuestra identidad como pueblo. La privación de la curiosidad puede entenderse como una forma de opresión intelectual y espiritual. Cuando se restringe la educación, la libertad de pensamiento o incluso la capacidad de imaginar alternativas, se perpetúan sistemas de control que impiden el desarrollo integral de las personas y las comunidades. Aunque la curiosidad no está explícitamente definida como un derecho universal en los marcos legales actuales, no deja de ser el motor que impulsa nuestra capacidad para cuestionar, aprender y cambiar.

Censurar la curiosidad o limitar el acceso al conocimiento es, en muchos sentidos, una violación al derecho humano fundamental de libertad. No es solo la capacidad de explorar lo desconocido lo que está en juego, sino nuestra posibilidad de ser plenamente humanos, de imaginar futuros distintos y mejores. La falta de curiosidad y su represión sistemática son un freno directo al buen vivir individual, colectivo y natural.